martes, 8 de octubre de 2013

El otoño


Como una mirada triste, amo yo el otoño.
En el día nublado, sereno ando
Al bosque a menudo, y me siento allí,
Miro el cielo blanco,
Y las copas de los pinos oscuros.
Amo, mordiendo una hoja ácida,
Tumbado con una sonrisa perezosa,
Ocuparme de un sueño caprichoso,
Y escuchar el agudo silbido de los pájaros carpinteros.
La hierba se marchitó toda... un brillo
Frío, calmado se derrama por ésta...
Y con una tristeza serena y libre
Me entrego con toda el alma...
¿Qué no recuerdo yo? ¿Cuáles
sueños no me visitan?
Y los pinos se encorvan, como vivos,
Y rumorean tan pensativos...
Y, como una bandada de pájaros inmensos,
De repente el viento sobrevuela,
Y en las ramas enredadas y oscuras
Rumorea impaciente.

Título original: Osen, publicado por primera vez en la revista Sovremennik, 1848, Nº 2, con la firma: "Iv. Turguéniev".
Imagen: Yuri Obuhovsky, Landscape, 2010.

lunes, 30 de septiembre de 2013

El médico de distrito


Una vez en otoño, en la ruta de regreso de un campo de caza, yo me resfrié y enfermé. Por suerte, la calentura me sorprendió en una ciudad de distrito, en un hotel, mandé por el doctor. A la media hora apareció el médico de distrito, un hombre de estatura pequeña, delgado y de cabello negro. Él me prescribió el sudorífico de costumbre, ordenó ponerme el emplasto de mostaza, con mucha destreza se deslizó bajo la bocamanga el billete de cinco rublos, además, no obstante, tosió con sequedad y miró a un costado, y ya se disponía por completo a dirigirse a casa, pero como que se soltó a hablar y se quedó. El calor me fatigaba, yo preveía una noche de insomnio, y me alegraba platicar con un hombre bondadoso. Sirvieron el té. Empezó mi doctor a conversar. Era un chico no estúpido, se expresaba de modo animado y bastante divertido. Cosas extrañas suceden en el mundo: con otro hombre vives junto largo tiempo, te encuentras en relaciones amistosas, y no hablas con él ni una vez con franqueza, de alma; y a otro apenas lo alcanzas a conocer, miras, o tú a él, o él a ti, como en una confesión le contaste todos tus secretos. No sé con qué merecí la confianza de mi nuevo amigo, sólo que él, ni por lo uno ni lo otro, como se dice, “agarró” y me relató un hecho bastante notable, y ahora pues daré a conocer su relato al lector indulgente. Intentaré expresarme con las palabras del médico.
-¿Usted no se digna a conocer -empezó con una voz débil y trémula (tal es el efecto del tabaco no mezclado de Bierezóvskii)-, usted no se digna a conocer al juez de aquí, Mílov, Pavel Lúkich?.. No lo conoce... Bueno, da lo mismo. (Carraspeó y se frotó los ojos.) Mire, se digna a ver, el asunto fue así, ¿cómo podría decirle?, para no mentir, en la gran cuaresma, en el mismo deshielo. Estoy sentado donde él, en la casa de nuestro juez, y juego al préférence. Nuestro juez es un buen hombre, y es aficionado a jugar al préférence. De pronto (mi médico a menudo utilizaba la palabra: de pronto) me dicen: su mozo pregunta por usted. Yo digo: ¿qué necesita él? Dicen, trajo una notita, debe ser de un enfermo. Dame, digo, la notita. Así es, de un enfermo... Bueno, está bien, eso, ¿entiende?, es nuestro pan... Pero mire en qué está el asunto: me escribe una hacendada, una viuda, dice pues, mi hija se muere, venga, por el mismo Señor Dios nuestro, y los caballos, dice, se han enviado por usted. Bueno, todo eso aún no es nada... Pero vive ella pues a veinte vérstas de la ciudad, y la noche está en el patio, y los caminos son tales, ¡que ! Y ella misma empobrecida, más de dos tzielkóvis esperar tampoco se puede, y es aún perturbador, acaso habrá que servirse del lienzo, y de algunos granos. No obstante el deber, usted entiende, está ante todo: la persona se muere. Le entrego las cartas de pronto al miembro permanente Kalliópin, y me dirijo a casa. Miro: está parada una telega delante del portal, los caballos aldeanos, panzudos-repanzudos, el pelaje de éstos un verdadero fieltro, y el cochero, por respeto, está sentado sin gorro. Bueno, pienso, se ve, hermano, los señores tuyos pues no nadan en oro... Usted se digna a reírse, pero yo le diré: su prójimo, es un hombre pobre, todo lo toma en consideración... Si el cochero está sentado como un príncipe, y no tuerce el gorro, y aún se ríe debajo de la barba, y mueve el látigo, ¡pega con valentía por dos depósitos! Y ahí, veo, el asunto pues no huele a eso. No obstante, pienso, no hay nada que hacer: el deber ante todo. Agarro las medicinas más necesarias y me dirijo. ¿Lo cree acaso?, apenas me arrastré. Un camino infernal: arroyos, nieve, fango, socavones, y allá de pronto la represa se rompió, ¡una desgracia! No obstante arribo. Una casa pequeña, cubierta de paja. En las ventanas luz: a saber, me esperan. Entro. A mi encuentro una viejecita, así venerable, con una cofia. “Sálvela, dice, se muere”. Yo digo: “No se digne a inquietarse… ¿Dónde está la enferma?” “Aquí pues, sírvase”. Miro: una habitación limpia, en la esquina una lámpara, en el lecho una doncella de unos veinte años, sin sentido. Arde así en fiebre, respira con pesadez, calentura. Allí mismo otras dos doncellas, las hermanas, asustadas, con lágrimas. “Mire, dicen, ayer estaba saludable por completo, y comía con apetito, hoy por la mañana se quejaba de la cabeza, y por la tarde de pronto, mire en qué situación...” Yo digo de nuevo así: “No se digne a inquietarse”, la obligación, ¿sabe?, del doctor, y procedí. Le saqué sangre, mandé a ponerle los emplastos de mostaza, le prescribí la mixtura. Entre tanto la miro, la miro, ¿sabe?, bueno, por Dios, no había visto aún una cara así… ¡una bella, en una palabra! La lástima me consume así. Unos rasgos tan agradables, unos ojos… He aquí, gracias a Dios, se calmó, el sudor le brotó, como que volvió en sí, miró alrededor, sonrió, se pasó la mano por la cara... Las hermanas se inclinaron hacia ella, le preguntan: “¿Qué te pasa?” -“Nada” -dice, y se volteó... Miro, se durmió. Bueno, digo, ahora se debe dejar a la enferma en paz. He aquí todos salimos de puntillas afuera, se quedó la sirvienta sola por si acaso. Y en la sala el samovar ya está en la mesa, y el jamaiquino está ahí mismo, en nuestro asunto no se puede sin eso. Me sirvieron el té, ruegan me quede a pernoctar… Yo convine, ¡a dónde ir ahora! La viejecita ayea todo el tiempo. “¿Qué tiene usted? -digo-. Va a estar viva, no se digne a inquietarse, y mejor descanse pues usted misma, son las dos”. ¿Y usted me mandará a despertar, si sucede algo?” -“Mandaré, mandaré”. La viejecita se dirigió, y las doncellas asimismo se fueron a sus cuartos, a mí me tendieron un lecho en la sala. He aquí me acosté, pero no me puedo dormir, ¡qué clase de milagro!
Continuará...
Título original: Uezdnii lekar, publicado por primera vez en la revista Sovremennik, 1848, Nº 2, con la firma: "Iv. Turguéniev".
Imagen: Vladimir Stozharov, Kostroma, Church of the Assumption, Fominsko (1969).